Cuando el clochinero llamaba a la puerta de mi abuela

25 marzo, 2025
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En aquellos veranos de Valencia, cuando el calor apretaba y las calles olían a jazmín y piedra caliente, mi abuela ya sabía que el verano había llegado de verdad cuando oía su voz: la del clochinero. No necesitaba reloj ni calendario. Era ese grito largo y cantarín que cruzaba las calles como una brisa marina anunciando fiesta:
“¡Clóchinas! ¡Clóchinas fresquitas del puertooo!”

Ella salía rauda, con el delantal aún salpicado de harina, como si el mismísimo mar hubiese llamado a su puerta. En la mano, el monedero de boquilla que siempre tenía unas monedas guardadas “por si pasaba el clochinero”. Y allí estaba él: gorra ladeada, moreno como una barca, arrastrando su cubo de zinc donde brillaban las clóchinas negras como piedras volcánicas, todavía húmedas y oliendo a salitre.

Mi abuela elegía con cariño. No se fiaba del todo de nadie, pero al clochinero lo miraba con respeto. Era un pacto tácito entre ellos dos, una especie de liturgia: él le daba lo mejor, y ella lo recibía como si le entregara un pedacito del mar. Luego volvía a la cocina y empezaba la ceremonia: ajo bien picado, aceite del bueno, una hoja de laurel y un chorrito de vino blanco. El sonido de las conchas abriéndose al fuego era casi tan emocionante como el grito del vendedor.

Nos sentábamos todos en la terraza. Ella servía las clóchinas en un bol grande, con una servilleta de papel para cada uno y pan para mojar el caldito. “Esto es oro del mar”, decía, y nadie se atrevía a contradecirla. Era su forma de celebrar la vida. Y el clochinero, aunque ya no estuviera, era parte de ese momento.

Ahora que los días pasan más rápido y las calles ya no vibran con ese canto, me viene a la cabeza esa escena: mi abuela en la puerta, el cubo brillante, el pregón resonando entre las fachadas. Y pienso que quizá no era solo un vendedor. Era un mensajero del verano. Un pedacito de mar que se colaba en nuestra casa… con acento valenciano y alma de clóchina.

El clochinero: el pregón de mar que recorría Valencia

En tiempos no tan lejanos, cuando el reloj de la ciudad se regía más por el sol que por el móvil, había una figura entrañable que formaba parte del paisaje sonoro del verano valenciano: el clochinero. No necesitaba cartel, ni red social. Su anuncio era su voz, su pregón inconfundible que resonaba calle arriba y calle abajo con un melódico: “¡Clóchinaaas fresquitas, recién sacadas del mar!”.

Los clochineros eran vendedores ambulantes, generalmente hombres curtidos por el sol y la brisa marina, que llevaban su mercancía por las calles de los barrios con una cesta o un cubo repleto de clóchinas, ese pequeño tesoro del mar Mediterráneo que solo se puede disfrutar unos pocos meses al año. A diferencia del mejillón, la clóchina es más pequeña, más sabrosa y con una temporada mucho más corta, lo que la convierte en una auténtica joya para los paladares valencianos.

En aquellos veranos de ventanas abiertas y radios encendidas, los niños corrían al oír su canto, y las abuelas —como la tuya— salían con el delantal puesto a comprarle una ración, ya pensando en el sofrito con ajo y la ramita de laurel que las iba a convertir en un manjar inolvidable.

El clochinero no solo vendía producto: traía mar en los bolsillos, historias del puerto en la mirada, y una forma de entender la vida que se fue apagando con la llegada de los supermercados y los coches con aire acondicionado. A veces se desplazaban en bicicleta o en pequeños carritos adaptados, con un timbre que competía con su voz, pero nada igualaba la emoción de escuchar su llamada y saber que, por fin, habían llegado las clóchinas.

Hoy quedan pocos que recuerdan ese oficio con la misma claridad que tu abuela. El clochinero ya no recorre las calles, pero su recuerdo sigue vivo en las sobremesas familiares, en las recetas heredadas, y en esa nostalgia que sabe a mar, a fuego lento y a una ciudad que aún conserva el gusto por lo auténtico.


La Clochina de Valencia: Un Tesoro del Mediterráneo

Origen e historia

La tradición de la cría de la clochina valenciana se remonta a 1890, cuando ya existían bateas en las Atarazanas. En ellas se utilizaban sistemas como la atangonada, una estructura donde se cuelgan cuerdas para que se desarrolle el molusco. Incluso, se conserva una batea original del año 1934.

El proceso de cría

Para que las semillas de clochina se adhieran a las cuerdas, se utiliza malla de algodón. Esta se descompone con el tiempo, permitiendo que el molusco libere su viso (una especie de filamento) que lo sujeta a la cuerda. Una vez desarrolladas, se recolectan y se llevan a una depuradora, donde se eliminan posibles cargas microbianas mediante agua de mar limpia y desinfectada. Las clochinas, al filtrar el agua, se purifican de forma natural.

Un entorno privilegiado

La bocana del puerto de Valencia es un lugar ideal: corrientes suaves, buena temperatura, oxígeno y nutrientes hacen de estas aguas el entorno perfecto para una clochina sabrosa y única.

Diferencias con otros mejillones

Aunque nutricionalmente similares a los mejillones gallegos o los del Delta del Ebro, los análisis sensoriales muestran diferencias en sabor, textura y perfil de compuestos volátiles. Los catadores perciben una molla más compacta y un sabor más intenso a mar.

Temporada y escasez

La clochina se recolecta entre finales de abril y agosto, coincidiendo con los “meses sin R”. Es un producto estacional y limitado, lo que genera alta demanda y un precio elevado. Solo unos pocos colchineros se dedican a esta actividad, por lo que la producción es reducida.

Preparación y valor nutricional

La clochina se recomienda preparar al vapor, con aceite de oliva y laurel. Es un producto bajo en grasa, rico en proteínas, omega 3, hierro, calcio, zinc y vitamina B12, ideal incluso para personas con anemia.

Orgullo de barrio

En el barrio del Cabañal, donde se impulsa su consumo, se ha creado una red de colaboración y divulgación gracias a la Asociación de Clochineros. Este marisco, más allá de su sabor, representa un producto local con identidad y tradición.

El secreto de la clochina está en su entorno: las aguas del puerto de Valencia que le confieren ese sabor irrepetible.

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