La paella no es solo comida: El ritual que une a Valencia

1 marzo, 2025
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En Valencia, la paella no es un plato; es una excusa, un lazo, una tradición que late en el corazón de la ciudad y su gente. Olvídate de los turistas que, con cara de desconcierto, piden “paella con chorizo” en un restaurante del centro —para horror de los camareros—. Estamos en marzo de 2025, y este manjar de arroz, azafrán y amor sigue siendo mucho más que comida: es un ritual que reúne a familias en el campo, llena de risas las terrazas y hasta desafía a los expatriados que intentan dominarlo (spoiler: suelen fracasar estrepitosamente). Bajo el sol mediterráneo, la paella une a Valencia como pocas cosas lo hacen, y cada caldero cuenta una historia de comunidad, paciencia y sabor.

El ritual valenciano: un domingo en la huerta
Para los valencianos, la paella es el alma de los domingos. En una masía cerca de Alboraya, la familia de Carmen, de 45 años, lleva tres generaciones perfeccionando su receta. “Mi abuelo me enseñó a no remover el arroz una vez que echas el caldo, y mi padre insistía en que el fuego de leña es sagrado”, cuenta mientras aviva las brasas con ramas de naranjo. La escena es un clásico: el caldero burbujea en el patio, el humo perfuma el aire y los primos corren entre los árboles mientras los mayores discuten si lleva más conejo o pollo. “Es un lío organizado. Mi hermano siempre quiere añadir más sal, y mi tía se queja de que el socarrat no está crujiente”, ríe Carmen. Pero cuando todos se sientan Around the table —con tenedores clavándose directamente en el caldero—, el silencio solo lo rompe el sonido de los pájaros y algún “¡qué bó!” (qué bueno).

No es solo comida; es un evento. En los pueblos de la huerta, como Paiporta o Torrent, las paellas dominicales son un imán social. “Después de la DANA, fue lo primero que hicimos para juntarnos otra vez”, dice Pepe, un agricultor de 60 años que perdió su huerto en octubre de 2024. Ese día, con mesas improvisadas entre el barro seco, la paella fue más que un plato: fue un regreso a la normalidad. En X,

@ValenciaViva subió una foto de una paella gigante en un casal fallero, con el pie: “La paella no falla: une más que el pegamento”. Y es verdad: desde bautizos hasta cumpleaños, no hay celebración valenciana sin ese caldero humeante que invita a compartir.

Expatriados al fuego: intentos y tropiezos
Los expatriados que han hecho de Valencia su hogar no se resisten al encanto de la paella, aunque sus primeros intentos suelen ser un desastre hilarante. Kate y Dan Kurdziej, la pareja británica de Jávea, lo vivieron en carne propia. “Pensé que era como hacer risotto y lo revolví todo. Mi vecino valenciano casi me echa de su casa”, cuenta Dan, riendo. Su paella inaugural, en 2023, fue un caos: arroz pasado, pollo crudo y un intento fallido de socarrat que dejó la sartén negra. Pero no se rindieron. Con la ayuda de Pepe, el vecino de las naranjas, aprendieron el arte del fuego lento y el punto exacto del caldo. “La primera vez que salió bien, invité a todo el vecindario. Fue mi diploma valenciano”, dice Kate, orgullosa.

Otros expats también tienen sus historias. Sven, el jubilado sueco de Denia, intentó una paella “nórdica” con salmón en lugar de conejo. “Mis amigos valencianos me miraron como si hubiera cometido un crimen, pero al final se la comieron toda”, admite, entre risas. Marta, la nómada digital alemana de Ruzafa, grabó su primer intento para Instagram: “Añadí curry porque pensé que le faltaba algo. Nunca vi tantas caras de horror”. Estos tropiezos no son solo anécdotas; son puertas de entrada. Los valencianos, con paciencia y un poco de sorna, acaban adoptando a estos aprendices. “Les enseñamos que la paella no se toca, se respeta”, dice Lucía, una cocinera de la Malvarrosa que ha dado clases improvisadas a británicos y franceses en su terraza.

Más allá del plato: un vínculo cultural
La paella trasciende la cocina porque es un acto social. En los casales falleros, las paellas gigantes para cientos de personas son un espectáculo: calderos del tamaño de una mesa, montañas de judías verdes y un ejército de cocineros gritándose instrucciones. “Es como una orquesta: cada uno tiene su papel, y si alguien falla, se nota”, dice Jorge, un fallero de 40 años que lleva el cronómetro para no pasarse con el arroz. Durante las Fallas de 2025, estas paellas serán más que nunca un símbolo de unión tras la DANA, con comisiones invitando a expats y vecinos a compartir mesa.

En los restaurantes, los turistas siguen pidiendo aberraciones como “paella con chorizo” o “con guisantes”, y los camareros ponen los ojos en blanco. “Una vez un americano me pidió ketchup para la paella. Le dije que mejor se comiera un bocadillo”, cuenta Raúl, un camarero del Cabanyal. Pero incluso estos faux pas tienen su encanto: en la Costa Blanca, algunos bares han creado “paellas para guiris” con guiños humorísticos, como extra de especias para los nórdicos o más pollo para los británicos. “No es la de mi abuela, pero si los hace felices, que la disfruten”, dice Raúl, pragmático.

El secreto del caldero
Lo que hace especial a la paella no son solo los ingredientes —arroz bomba, garrofó, azafrán, el toque del socarrat—; es el tiempo que exige y la gente que reúne. “No puedes hacer paella para uno solo. Es para compartir, para hablar, para estar”, dice Carmen, resumiendo su magia. En un mundo de prisas, este ritual obliga a parar: el fuego no se apura, el arroz no se fuerza. Y en Valencia, donde la vida sigue latiendo tras la tragedia de la DANA, la paella es un recordatorio de lo que importa: la familia, los amigos, el sabor de lo simple.

Para los expatriados, dominarla es un rito de paso; para los valencianos, un legado que no se negocia. En 2025, mientras las brasas crepitan en los patios y las risas llenan el aire, la paella sigue siendo el pegamento de una ciudad que sabe que la buena vida se cocina a fuego lento. Así que, si oyes a alguien pedirla con chorizo, solo sonríe: aún no han entendido que aquí, la paella no es solo comida; es Valencia en cada bocado.

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