EL TÍO GATICA Héroe en la tragedia del Sirio 1972 “¿Tanta medalla? Lo que quiero es que me aumenten la jubilación”

9 diciembre, 2024
by

Hablar del Tío Gatica es evocar la esencia misma de los marineros valencianos, de una generación que enfrentó la mar con valentía y humor, construyendo una vida entre las olas, el sacrificio y las historias inolvidables. A través de sus memorias y anécdotas, se revela un hombre único, símbolo de la tradición marinera y del carácter indomable de quienes han dedicado su existencia al mar.

Un hombre marcado por la mar

Desde los seis años, el Tío Gatica inició su relación con el mar. Mientras otros niños jugaban, él ayudaba a su familia, sumida en la pobreza, a sobrevivir. “¿Qué ‘ha paregut’? Si naces pobre y encima eres triste, más vale que se muera uno”, decía con una mezcla de resignación y humor. Aprendió a leer y escribir de adulto, motivado por la vergüenza de no poder leer las cartas de su novia. Su educación fue fruto de su esfuerzo y de su deseo de mejorar, aunque nunca abandonó su característico tono sarcástico.

Su vida estuvo marcada por los naufragios, los temporales y los desafíos que solo los hombres de la mar entienden. Recordaba con claridad el día en que, enfrentándose a un temporal cerca de Hamburgo, tomó una botella de coñac y, en lugar de esconderse, salió a pasear por la proa, desafiando a las olas con humor y valentía. “El capitán me gritó: ‘¡Valencia, ¿qué haces ahí?’. Y yo le contesté: ‘¡Quiero morir riendo!'”.

Héroe en la tragedia del Sirio

Uno de los momentos más destacados de su vida fue su participación en el rescate de los náufragos del vapor Sirio, que naufragó frente a Cabo Palos. Junto a otros marineros, salvó a más de 136 personas. Las escenas que describía eran desgarradoras: madres lanzándose al agua para estar con sus hijos, pasajeros luchando desesperadamente por sobrevivir. Aunque fue condecorado por esta hazaña, el Tío Gatica resumía la experiencia con su típica ironía: “¡Tanta medalla! Lo que quiero es que me aumenten la jubilación”.

El peso de la guerra y la familia

La Guerra Civil dejó una huella imborrable en su vida. Su hijo mayor, Ramón, desapareció durante el conflicto. Años después, todavía lo esperaba, negándose a aceptar su pérdida. “No quieres convencerte de que ha muerto”, decía con melancolía, reflejando el dolor de una generación marcada por la guerra.

A pesar de las adversidades, el Tío Gatica siguió adelante. Se convirtió en patrón, enseñó a otros marineros y navegó durante más de setenta años. Conocía cada roca del fondo marino entre Vinaroz y Cartagena, y siempre estaba dispuesto a compartir su experiencia. “Todo lo he aprendido navegando”, decía con orgullo.

La filosofía de la vida del Tío Gatica

El Tío Gatica no solo era un marinero; era un filósofo de la vida. Apreciaba las pequeñas cosas: una guitarra vieja con la que tocaba tangos y jotas valencianas, una taza de café acompañado de un carajillo, o las conversaciones con su esposa, Asunción, quien, a sus ochenta y cinco años, seguía sacando café para los invitados. “El coñac o el café serían malos, pero juntos son estupendos”, afirmaba con una sonrisa, mientras convencía a sus amigos de probar su mezcla favorita.

Un legado que perdura

Cuando se habla del Tío Gatica, no se habla solo de un hombre, sino de un símbolo de la tradición marinera valenciana. Su vida, llena de desafíos, humor y humanidad, es un recordatorio de la resiliencia y la fortaleza de quienes viven del mar. Su legado perdura no solo en las aguas que navegó, sino en las historias que dejó para que las futuras generaciones comprendan lo que significa ser un verdadero hijo del mar.

El Tío Gatica es, sin duda, único. Un hombre que, con su valentía y humor, convirtió las adversidades en historias inolvidables y dejó una huella imborrable en el corazón de quienes tuvieron la fortuna de conocerlo.

“¿Tanta medalla? Lo que quiero es que me aumenten la jubilación.”

Es el patriarca de los marineros. El Tío Gatica es una institución humanísima y palpitante, que lleva sus ochenta y siete años sin ningún sentido trágico y con un humor que no invita a la sonrisa, sino a la más sincera de las carcajadas.

—Mira, chica —me dice el Tío Gatica—, tengo buen oído, guardo buena memoria y puedo beber carajillos cuando me da la gana. Pero lo que más me alegra es seguir con buena vista. Cuando uno ya no ve, se pierde todo el encanto de disfrutar lo viendo.

—¿Le gustará ver el mar? —comento.
El Tío Gatica levanta su aspecto indignado para protestar:
—¡El mar, el mar…! A mí lo que me gusta ver son las mujeres con gracia.

Es muy bajo, muy delgado, pero un carácter y un genio que el tiempo no vence. Vive cerca de la playa; sin embargo, apenas se asoma al otoño, él y su mujer se embarcan, como si se fuesen al monte. Allí hablamos, en un comedor moderno, con cortinas blancas que tamizan la luz de la tarde.

—Tú, ya sé por qué vienes.
—Me suelta de buenas a primeras.
—Me han dicho que eres periodista y querrás saber lo de la medalla.

El Tío Gatica no admite réplicas.
—Primero te voy a enseñar el documento, que de papeles está más batallado que yo. Toma. Oye, pero no hagas como muchos que solo leen el principio y el final.

—Lo copiaré.
—Eso está mejor; y no lo ha hecho nadie todavía.

Textualmente dice:
“El Ministerio de Marina, por cuanto, en atención a lo prevenido en los estatutos de la Orden del Mérito Naval y atendiendo a lo contraído por Ramón Gómez Parra, tripulante del buque ‘Vicente Lacomba’, en el salvamento de los náufragos del vapor italiano ‘Sirio’, según Real Orden de veinte y tres de diciembre de mil novecientos siete, y demás hechos, por tanto, digno es de usar la CRUZ DE PLATA AL MÉRITO NAVAL con distintivo de blanco, y por tanto se le expide la patente, en cuya virtud puede usar libremente la mencionada condecoración.”

—Dada en Madrid, a veinte y seis de abril de mil novecientos once.
(Siguen firmas y más firmas.)
Cédula de CRUZ DE PLATA DEL MÉRITO NAVAL, para el tripulante del laúd “Vicente Lacomba”, Ramón Gómez Parra.
—Para que veas, la medalla me la tenía que mercar yo, porque no tenía dinero, me he tenido que conformar con el documento toda la vida; hasta que hace dos años, en la Cofradía dijeron: “Esto debe ser suyo”, con que recogieron lo que costaba y me hicieron un homenaje.

Del bolsillo saca el estuche con la preciosa cruz de esmaltes rojos, en la que se apoya el ancla de plata.
—Para mí que alguno pensó: “El tío Gatica la va a empalmar antes de tener la medalla”. ¡Ja! Aquí estoy yo, esperando a que me pongan otra, la del Trabajo. Pero lo que yo digo: ¡Conó, tanta medalla; lo que quiero es que me aumenten la jubilación, que después de trabajar ochenta años en la mar, solamente me dan 1.000 pesetas al mes. Cuando lo de la cruz me llevaron a Madrid. “Franco te va a recibir”, me dijeron. “Pues a Franco le contaré lo de la jubilación.” No, no, de eso ya se encargará no sé qué presidente. El Caudillo me dio la mano y me fotografiaron todo aprisa, aprisa, y el presidente aquel se debió olvidar de lo de mi pensión.

—¿Y el tío Gatica, con su muletilla, insiste—
¿Qué ‘ha paregut?’
—¿Y la renta vitalicia?
—Dejé de ir a cobrar los diez reales; me gastaba más en los tranvías.
—¿Por qué le concedieron la condecoración?
—Toma, porque dos compañeros y yo salvamos a 136 náufragos. A ellos también les dieron medalla y no la mercaron, porque han resistido tanto, que de aquellos que murieron, pues se quedaron sólo con el papel.

¿Recuerda sus nombres?
—Sí, pero los apellidos no me preguntes. Me llamo así y así Vicente Lacomba, los jóvenes fuimos los que saltamos a las mujeres y los viejos remaban en el bote. San Agustín, el patrón; el Solito era…
—¿Y el buque?
—Dicen que era el Sirio.
—¿Dónde ocurrió?
—Frente a Cabo Palos, cerca de Cartagena. Aquello se hundió y la popa quedó hundida; el palo mesana apenas se veía. Nosotros pasábamos cerca y allá que nos fuimos. En el bote cargábamos a la gente como una mercancía. ¡Qué lucha, oye! Se arañaban, se tiraban del pelo, se mordían por querer entrar en el bote. Veíamos cómo se ahogaban a nuestro alrededor. Tenían tanto miedo que muchos se echaron al agua sin saber nadar; así, como si estuvieran en la orilla de la playa, como si pudieran ponerse de pie y pisar la arena.

—¿Vi muchos muertos? Hasta un arzobispo y un obispo.

—¿No acudió ningún otro barco en su ayuda?
—Uno de Cartagena, pero no se salvó ni la mitad del pasaje, que eran 1.000. El vapor iba a Buenos Aires y ve tú a saber dónde se quedó.

—¿Qué escena le impresionó más?
—La de una mujer con sus cinco hijos, que había escalado por la jarcia. Lloraban todos cogidos a ella. Hoy, lo que nos costó convencerla para que se tirara a un cable que le echamos; y cuando ya teníamos a las cinco criaturas en el bote, la madre no esperó ni el cable, se tiró al agua para estar más pronto al lado de sus niños. La sacamos desfallecida.

—¿La noticia de la heroicidad de ustedes, se publicó?
—¡Qué va! En el pueblo nos hicieron un homenaje. ¿A que no sabes qué? Pues, chica, nos pusieron en una carreta y nos pasearon por el Cabanyal; y luego nos invitaron al cine, que entonces costaba quince céntimos la entrada.

—¿Por qué le llaman Gatica?
—Porque he saltado y me he escurrido como los gatos. A los seis años salté a la mar. Mi padre estaba enfermo. Eramos doce en casa, y mi madre tenía que ir a Nazaret a comprar pescado; allí llenaba dos cestas que arrastraba a Valencia, para venderlo. Lo hice en favor de mis padres. ¿Qué ‘ha paregut?’ Ya no tenían más recursos.

Se rasca la cabeza y vuelve a confirmar la razón del apodo.
—Rápido como un gato, vaya que sí. Una vez tuve que tirarme de un latigazo porque el mástil se vino abajo. “¡Qué mal rato pasé! Pensé: ‘Pues subes más pronto que me des’.”

Un amigo, muy asustado al verme aparecer.
—¿De la mar? ¿Es que no me oyes? Feia un fred de àguila.

—¿Sintió miedo?
Me mira desafiante con sus ojillos de águila.
—¿Yo? El miedo lo dejo en casa. Camino de Hamburgo cogimos un temporal tan malo que todos se fueron debajo de las planchas a orar y a llorar. Todos menos yo, que me fui a buscar una botella de coñac y me la bebí casi entera. Tan alegre me puse que me marché a pasear por la proa. El capitán me gritó: “¡Tú, Valencia, ¿qué haces ahí? ¡Qué quiero morir riendo!”, le contesté. “¡Conó, si te quieres divertir podías destapar ese barril de aceite y con un bote lo vas vaciando por el cenicero; el aceite rompe la mar y la aguanta.” Como estaba contento, lo hice. Y va y el temporal se pasó.

Acciona incansablemente.
—Otra vez, por las Bermudas, durante otro temporal se rompió la cuerda de la bandera en el mástil, que se hablaban con banderas, y tenía que subir alguien más arriba de la cruceta de hierro, donde temblaban los pies, para arreglarla. Nadie pudo; entonces un tal Manolo, que era portugués, empezó a trepar; de repente se cogió a la cruceta, como si fuese una cucaña de su pueblo, y nada; ni para arriba, ni para abajo. Todos llamándole y aquél allí, muriéndose de pánico. Por fin bajó, pero sin solucionar lo de la cuerda. “Y tú, Valencia, ¿qué?”, me preguntó el oficial, porque yo me reía de lo lindo. “Eso está hecho.” Me quité la chaqueta, me quité las alpargatas y trepé por el palo mayor, que medía más de 30 metros, como cuando era un crío.

Se siente feliz con sus pasadas hazañas.
—En los barcos, donde cada uno es de un pueblo, se nos llama con el nombre de la ciudad. Pero como yo era valiente, pues siempre estaban: “¡Valencia, haz esto…! ¡Valencia, haz lo otro…!” Hasta que me cansé y les dije: “¡Ja està fart de València i de Sant Vicent Ferrer!”

—¿Qué culpa tenía San Vicente Ferrer?
Empieza a reír.
—Xica, què vols que diga. Me salió así, porque de San Vicente nunca me acordaba. ¡Yo qué sé! ¡Huy, cuánta pregunta!

—Tío Gatica, ¿ha rezado mucho en esta vida?
—No, pero al echar la red siempre he dicho: “En nombre de Dios”, porque en Dios creo. Escolta, tú vols saber massa. Bueno, una vez también le llevé a la Virgen del Castillo, de Cullera, medio kilo de cera. Me acompañó mi madre; que mi madre sí que era beata; a las cuatro de la mañana se levantaba para ir a la primera misa. Pero yo siempre he pensado que lo de la Iglesia comía demasiada gente; y que me molestaba ver a los hombres con faldas, aunque ahora ya se las han quitado.

—A los seis años embarcó, ¿cuándo fue a la escuela?
—Nunca. A los nueve ya me metí en uno de cabotaje, a vela, el “Elvira”; llevaba arroz a Andalucía y allí cargábamos tomates para Barcelona. ¿Sabes por qué aprendí a leer y a escribir? Porque al tener novia me daba vergüenza pedir que me leyeran su carta o dictar la mía. Así que otro amigo, que se llamaba Fernando, y yo nos compramos un catón, un cartapacio, libreta, tintero y palillero, porque él tampoco sabía nada de nada. “Pregunta, y nos entenderemos.” Fernando era más “ceba”; un trompellot, porque no pasó de la primera letra; yo sí; yo escribí una carta a mi casa —la novia aún no me atrevía—. En Barcelona tuve contestación de mi padre que me ponía: “Hijo, hemos sabido que estás bien de salud, porque hemos llevado tu carta al maestro de la escuela, y a ver si la entienden.” Mira, soy medio alfabeto, pero ya no tengo que poner el dedo cuando firmo; això era una vergonha.

—¿Siempre ha sido tan alegre?
—Sí. Si naces pobre y encima eres triste, ¿què t’ha paregut? Más vale que se muera uno. A mí me gusta reír, cantar y tocar la guitarra. Cuando era joven me encontré un pañuelito con 14 reales, y con ese dinero compré una guitarra vieja. Aprendí a tocar tangos, malagueñas y jotas valencianas; y antes que el fardo de ropa, cogía la guitarra para embarcar. También me gané con ella la vida unas semanas. Estábamos en Tarragona mi hermano Vicente y yo, y como llegó la época de la veda, nos quedamos sin jornal; él se marchó a cortar árboles; y yo, con mi guitarra, a los cafés de Calafell y Torredembarra. Mi hermano, que sabía menos que un avestruz, me escribió dándome el gran susto. Compró un sobre de esos de luto, y yo no me atrevía a abrirlo. ¿Qui s’haurà mort? ¿Mon pare? ¿Ma mare?…

¿Meua novia?
Mi hermano solo me ponía: “Si no vienes pronto, me voy a casa.”

—¿Ha sufrido, tío Gatica?
—He pasado las de Caín. La primera semana de casao solamente gané seis pesetas, y aquello me daba tanta vergüenza…

—¿Qué decisión tomó?
—Embarcar para América. Decirle a la mujer: “Aconfía; ya verás cómo todo se arregla”, y por dentro se me comía la rabia. Oye, chica, que eso es muy duro de pasar.

—¿El mar une a los hombres?
—Siempre, menos cuando hay miedo.

—¿Ante un naufragio?
—Ante la enfermedad, que es peor.

—¿Llegó al contagio?
—Eso es; y te dejan solo. Mira, de Nueva York a Brunswick, que está cerca de Charleston, cogí unas fiebres, y cuatro pies, porque el oficial y el segundo también. Nos acostaron en la litera. Cinco días estuve sin comer y sin beber. Allí nadie se acercaba. Ya podía llamar o gritar que nadie me oía. Al quinto día me eché de la litera, cambié, hablé a un oficial y le grité: “¡Me estáis dejando morir como si fuera un borrego!” Me dio de beber y dijo que un médico me vería en Brunswick.

—¿Cumplió la promesa?
—El médico me reconoció. Me dio cuatro píldoras tan grandes como las balas de un fusil. “Cada seis horas se toma una.” Pero yo me encontraba tan desesperao que me las tragué todas a la vez.

—¿Por qué?
—Pensé: “Reviento y acabo todo.”

El tío Gatica empieza a reír de nuevo.
—En vez de reventar, me tuve que ir corriendo al retrete; igual me salía por arriba que por abajo.

—¡Vaya momento!
—Búrlate si quieres, que me quedé más limpio que el mar después de una galerna. Con un duro me compré veinte botes de leche, y eso estuve bebiendo hasta que cesó el mal. Las fiebres eran muy malas. El segundo oficial las cogió también, y a los siete días de salir de Brunswick falleció.

—¿Tampoco recibió la ayuda de nadie?
—Pues no sé. Al enterarme, me acerqué al camarote, pero no hablaba ni veía.

—¿Echaron su cuerpo al mar?
—Sí. Paramos el barco. Rezamos un responso. Pusieron tres tablas desde la cocina a la orla, y por allí dejaron resbalar el cuerpo, que iba con tres lingotes y atado dentro de la colchoneta. Cuando cayó al agua, no se oía ni nuestra respiración.

—Después de un viaje tan largo y penoso, la ilusión por regresar a casa sería tremenda.
Levanta sus manos.
—A veces, no creas, te sentías extraño. Más de una vez mis hijos no querían besarme porque no me conocían. *¿Qué ‘ha paregut?’ Pues es como te lo cuento.

—¿Ha tenido muchos hijos?
—Tres chicos y una chica; y solo me vive un hijo, que también va a la mar.

El tío Gatica inclina la cabeza.
—Mi hijo Ramón, el mayor, desapareció en la guerra. Era motorista y mejor patrón que yo. La última carta la recibí de Alcaniz. No volvimos a saber nada de él. Un día u otro y otro, siempre esperando. “¿Se habrá pasado al otro bando?… ¿Lo habrán cogido prisionero?… ¿Estará en un campo de concentración?” No quieres convencerte de que ha muerto.

—¿Qué día fue más feliz de su vida, tío Gatica?
—Cuando terminó la guerra; cuando tenía a mi hijo mayor y a mi barca. Primero me compré una de 20 HP; luego, otra de 30 HP; y cuando tenía una de 50 HP, van y me la quitan.

Su temperamento vibra en las palabras.
—¡Conó! ¿Pues no decían que yo era fascista porque tenía una barca? Desde los seis años trabajando sin parar, ya era hora de que la tuviese, ¿no? “Trabajar vosotros —les decía yo—, pero no arrambléis con lo que he sudao.”

—¿Qué ocurrió con esa barca?
—Como todos querían ser amos de ella, no tenía ninguno que la cuidase. La amarraron mal y se hundió en el puerto.

—¿Fue a verla?
—Sí. Pero no podía hacer nada por sacarla.

—¿La recuperó al terminar la guerra?
—¡Estaba tan estropeada!… Estaba como yo, porque a Ramón ya lo daba por perdido.

—Tío Gatica, no se ponga triste.
—¿Ahora? La culpa la tienes tú, oye, que estás haciendo que me acuerde de lo que conviene olvidar.

—Hablemos de su experiencia como patrón.
—Todo lo he aprendido navegando; calcula, treinta y tantos años de cabotaje y más de cuarenta de pesca. El fondo del mar, de Vinaroz a Cartagena, me lo conozco de memoria; sé todas las rocas.

—¿A cuántos ha hecho patrones?
—A Vicente Gómez, a Martinet, a Mariano, a Gostino Martínez y a Gabriel. Por eso aún embarco de vez en cuando. A Gabriel le dije un día: «Cuando quieras langostas me llevas contigo». Y así fue. En los farallones de Les Grases las pescamos.

Asunción, la esposa, que ha cumplido ochenta y cinco años, nos saca unas tazas de café.

El tío Gatica se impone:
—¿Que tú no bebes coñac con el café? ¿Tú lo has probado?
—Sí.
—¿Y no te gusta?
—No.
—Porque el coñac o el café serían malos.

El tío Gatica, quieras o no, me hace beber el carajillo.
—¿Qué tal? —pregunta después.
—Estupendo.
—¿Tú ves? Es que las mujeres, con tal de llevar la contra…

Como ve que cierro el bloc, interroga:
—¿Y por qué tienes tanta prisa en irte?
—Para ver la llegada de las barcas y la subasta del pescado.

Al viejo se le enciende su mirada de águila. Se ha levantado.
—¡Asunción! Saca la boina y una chaqueta —ordena a la esposa.
—¿Dónde vas?
—A ver las barcas.

Nos marchamos juntos. El tío Gatica camina aprisa; sonríe al decirme:
—Vas a ver los amigos que tengo; vas a ver cómo presumo de ir contigo, oye.

El tío Gatica es único.

(Del libro “Valencianos de la mar.”)

No hemos podido validar su suscripción.
Se ha realizado su suscripción.

Newsletter

Suscríbase a nuestra newsletter para recibir nuestras novedades.

Usamos Brevo como plataforma de marketing. Al enviar este formulario, aceptas que los datos personales que proporcionaste se transferirán a Brevo para su procesamiento, de acuerdo con la Política de privacidad de Brevo.

Previous Story

Masía del Vino: el restaurante ideal para tus eventos en el centro de Valencia

Next Story

Cruz Roja comienza la entrega de ayudas económicas a 20.000 familias afectadas por la DANA en Valencia

Latest from Sin categoría

Go toTop