Los fantasmas valencianos
Sí, han leído bien: hoy hablamos de fantasmas, pero no de los metafóricos, sino de los de verdad, los de túnica blanca que arrastran cadenas y parecen almas en pena vagando por cementerios y cruces de caminos. En el País Valenciano estos espectros tenían, a menudo, menos de sobrenatural y más de humano: bajo las sábanas solía esconderse gente muy viva con objetivos muy concretos.
El uniforme clásico del fantasma valenciano
El atuendo de estos fantasmas era bastante estándar en pueblos y comarcas. El “kit” incluía:
- Una túnica o sábana blanca que cubría todo el cuerpo.
- Una calabaza vaciada, con agujeros a modo de ojos y boca, iluminada desde dentro con una vela para simular un rostro diabólico.
- Cadenas que se arrastraban penosamente por el suelo o, en su defecto, campanillas atadas a las piernas para que tintinearan al caminar.
El resultado era una silueta espectral, perfecta para enmudecer a cualquiera en una noche sin luna.
Muchos nombres para un mismo miedo
Estos fantasmas recibían nombres diferentes según la zona. En los pueblos valencianos y alicantinos se hablaba de bubotas, buberotes, butonis, óbiles, gambossins, bruixes, ames, bruixots y muchas otras variantes locales.
En Beneixama, por ejemplo, se les conocía como mumarantes, tal y como recuerda una coplilla popular: «Vint i vint quaranta, besa-li el cul a la mumaranta». El humor y el miedo convivían en estas rimas que se repetían entre risas nerviosas al caer la noche.
Fantasmas con objetivos muy humanos
Lejos de ser apariciones azarosas, la mayoría de estos fantasmas tenían una misión muy terrenal. Los disfrazados perseguían fines tan concretos como:
- Vaciar un campo de curiosos para robar melones, sandías u otras cosechas sin ser vistos.
- Ahuyentar al novio de una chica y despejar así el terreno sentimental.
- Realizar una broma pesada a algún vecino especialmente fanfarrón.
- Entrar en casas ajenas sin ser reconocidos.
- Favorecer pequeños contrabandos y trapicheos nocturnos.
Cuando corría la voz de que un fantasma se aparecía al anochecer en la fuente del pueblo o junto a las eras, nadie se acercaba. Esa era la oportunidad perfecta para que el “espíritu” hiciera su trabajo sin testigos incómodos.
Retos, bromas y sustos que acababan mal
La apuesta del cementerio
En casi todos los pueblos existía la misma escena: un grupo de jóvenes desafiaba al más ingenuo a acercarse solo, a medianoche, a la puerta del cementerio. El muchacho, decidido a demostrar su valentía, aceptaba el reto y, con más miedo que ganas, caminaba hasta la tapia del camposanto.
Allí le esperaban, escondidos, uno o dos fantasmas con túnica blanca y calabaza iluminada. El susto era tan brutal que, en algunos casos extremos, la broma terminó en un desenlace trágico, con la víctima enferma de por vida o incluso con un entierro real.
Cuando el fantasma salía mal parado
No siempre se imponía el miedo. A veces la “buberota” se topaba con alguien más valiente o mejor armado, y el que terminaba huyendo era el falso espectro, con el trasero lleno de perdigones. Sin embargo, muchos vecinos preferían no arriesgarse: se decía que algunos fantasmas iban armados, y en los pueblos pequeños nadie quería meterse en líos con alguien que claramente buscaba algo.
Una historia ejemplar: el pretendiente desenmascarado
El escritor alicantino Francisco Seijo Alonso recogió en su libro «Fantasmas del País Valenciano» una historia que resume a la perfección cómo estos disfraces podían utilizarse para algo más que bromas.
En un pueblo del norte de la provincia vivía una joven soltera que comenzó a mostrar un comportamiento extraño: estaba nerviosa, inquieta y sin apetito. Su padre, viudo, preocupado por su salud, insistió una y otra vez hasta que ella confesó que un hombre casado del pueblo la acosaba con insistentes proposiciones.
Lejos de enfrentarse a golpes, el padre decidió desacreditarlo para siempre. Ideó un plan: la muchacha debía decir al pretendiente que, por fin, aceptaba verlo y que esa noche estaría sola, porque su padre dormiría en una caseta de la sierra. Él mismo se encargó de hacer pública su supuesta marcha, montando el caballo y saliendo del pueblo a media tarde.
La joven indicó al hombre que encontraría la llave de la casa en la gatera. Cuando cayó la noche, una buberota apareció por la calle: túnica blanca, calabaza con ojos llameantes y silencio absoluto en todo el vecindario. Nadie quería cruzarse con esa visión.
El pretendiente, convencido de que la calle estaba vacía, se acercó a la puerta y metió la mano por la gatera buscando la llave… pero lo que encontró fue un cepo de cazar zorros preparado por el padre. El artilugio se cerró sobre su mano, dejándolo atrapado toda la noche.
Al amanecer, los primeros vecinos lo vieron todavía allí, con la mano encajada en la gatera. Trató de justificarlo diciendo que buscaba una llave caída, pero la explicación se vino abajo cuando apareció una pareja de la Guardia Civil, avisada por el padre de la chica. El escándalo fue mayúsculo y todo el pueblo conoció las intenciones del hombre, que no tuvo más remedio que marcharse para siempre.
Sombras que aún acompañan las noches de pueblo
Hoy, la mayoría de estas historias se cuentan con una sonrisa, como recuerdos de un tiempo en el que el miedo, la oscuridad y la imaginación eran parte del día a día. Sin embargo, detrás de las bubotas, buberotes y demás fantasmas valencianos se esconden también claves sociales: formas de controlar comportamientos, proteger cosechas, vengar agravios o impartir justicia popular.
Quizá las calles estén mejor iluminadas y los fantasmas de sábana blanca aparezcan ahora solo en libros y conversaciones al calor de una mesa, pero el eco de aquellos sustos continúa vivo en la memoria de pueblos y comarcas. Porque, al final, los fantasmas valencianos fueron, ante todo, un reflejo muy humano de nuestros miedos y picardías.
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