La ciudad ante el espanto invisible
Valencia, amurallada, comerciante y bulliciosa, no fue ajena al terror más íntimo de la Edad Media: la peste. En 1348, como en tantas otras urbes europeas, la ciudad vio cómo la vida se detenía de golpe. Nadie entendía del todo qué era aquella “malaltia bruta” que se llevaba a vecinos, sacerdotes, carniceros y nobles por igual. Algunos decían que venía del aire, otros que de los judíos, los gatos o el castigo divino. Pero lo cierto es que el horror olía a vinagre, a cera, a incienso quemado y a cuerpos abandonados en los portales.
¿Dónde estaban los médicos?
Contrario a lo que se ha popularizado con imágenes sensacionalistas, en Valencia no existieron médicos con máscaras de pico. Aquellos doctores, con su atuendo oscuro y máscaras aterradoras —que parecían más cuervos inquisitoriales que sanadores—, se documentan sobre todo en Francia e Italia, ya en el siglo XVII. En nuestra ciudad, la peste fue enfrentada con lo que había: médicos urbanos comunes, boticarios, clérigos y, sobre todo, frailes.
El médico valenciano solía vestir una túnica larga, sombrero de ala ancha y, si podía, colgaba una bolsita de hierbas olorosas al cuello. Luchaba más contra la desesperación que contra la enfermedad. La formación era escasa, la eficacia limitada y la esperanza, mínima. A menudo eran los mismos vecinos quienes se ocupaban de los cuidados… y de la muerte.
El Padre Jofré y la compasión organizada

Si hay un nombre que resuena en la historia sanitaria valenciana es el del Padre Joan Gilabert Jofré, un mercedario que no se limitó a rezar por los moribundos. En 1409, tras presenciar una agresión a un enfermo mental en la calle, impulsó la creación del Hospital de Ignoscents, Folls e Orats, considerado el primer centro psiquiátrico del mundo.
Pero su influencia fue más allá: su visión compasiva inspiró la Cofradía de Nostra Dona dels Desamparats, encargada no solo de cuidar a los pobres y dementes, sino también de recoger cadáveres abandonados, enterrar a los ajusticiados, rescatar a náufragos, y amparar a los más olvidados. Eran los únicos que se acercaban cuando todos los demás cerraban puertas y ventanas.
No había picos, pero sí capirotes
Durante las epidemias, la Cofradía de los Desamparados patrullaba las calles con sus hábitos oscuros y sombreros altos (a veces confundidos con capirotes), portando antorchas y cofres fúnebres. No llevaban máscaras, pero sí el respeto absoluto por el muerto, aunque fuera un desconocido, un pobre o un condenado.
Eran sepultureros del alma más que del cuerpo. Se ocupaban de los que no tenían familia ni tumba. Con rezos, letanías y un andar lento, se abrían paso por la ciudad apestada. Donde nadie quería mirar, ellos veían dignidad.
Las epidemias de peste en Valencia
La ciudad vivió varios brotes entre los siglos XIV y XVII. Los más devastadores ocurrieron en 1348, 1380, 1439, 1450 y 1647. En cada uno de ellos, la ciudad se cerraba: murallas bloqueadas, comercios cerrados, misas prohibidas, mercados vacíos. Se aplicaban cuarentenas, se marcaban casas con cal y se clausuraban las puertas de entrada.
En algunos casos, se nombraban “jurats de salut”, cargos municipales encargados de tomar decisiones sanitarias de urgencia. También se establecieron lazaretos a las afueras de la ciudad, donde se confinaban a los enfermos y sospechosos, lejos de la vida urbana. La caridad era a menudo la única medicina.
El legado invisible
Hoy, pocas personas conocen que Valencia fue pionera en la atención a los desamparados. La figura del médico con máscara de pico ha eclipsado el trabajo callado de quienes enterraron en silencio, acompañaron con fe y cuidaron sin entender del todo lo que pasaba.
La Cofradía de los Desamparados no llevaba picos, pero su memoria pende de las paredes de la Basílica, en bajorrelieves que narran su historia. No vestían para asustar, sino para resistir. No tenían ciencia, pero sí humanidad. Y quizá, en los tiempos que corren, eso sea lo que más falta.